Un lobo viejo y flaco se
acerca al pueblo de los animales. Llama a la puerta de la gallina y le pide
hacer una simple sopa de piedra. Esta le abre, llevada por la curiosidad: no
conoce al lobo, pero le han hablado mucho de él, y quisiera probar esa sopa.
Pero se extraña al conocer la receta —agua y piedras, «nada más»— y sugiere
mejorarla con algo de apio. Van llegando amigos, inquietos, curiosos, y la
historia se repite. «¿No se podría poner algo de calabacín?» «Sí que se puede».
El cerdo, el pato, el caballo, la oveja, la cabra, el perro, cada uno dice y
aporta lo suyo. Habrá sopa sabrosa para que todos repitan y la cena durará
hasta tarde.
Luego el lobo pincha la
piedra, afirma que aún tiene sustancia y se marcha con ella. Lo animan a volver
otro día, pero el lobo no responde. «No creo que vuelva», dice el narrador,
mientras el lobo se aleja con su piedra, colina abajo, entre la nieve. En una
imagen final, fragmentaria, parece que ha llamado a la puerta de un pavo, cabe
suponer que en otro pueblo, para otra cena robada y pasajera.
Hay melancolía en este álbum
en el que el lobo no abandona nunca la cara de tristeza, los ojos entreabiertos
ni el aire jorobado. En esta rama de la tradición parece haber una reflexión
tácita sobre la vejez, la carestía y la rara dignidad de quien, habiendo sido
objeto de temor, es hoy una sombra en sus últimos días.
Por:
Bayron Araújo Campo
Promotor
de Lectura y Escritura
Biblioteca
Nacional – Ministerio de Cultura.

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